domingo, 13 de mayo de 2018

Una lámpara para no olvidar…


Una  lámpara para no olvidar…

Ingresamos a la casa de siempre, aquella donde crecimos, aquella donde aún puedo sentir el alma de aquel inmenso pino, guardián altivo de mis recuerdos. En el fondo de la gran sala, sentados alrededor de una sencilla mesa, mi madre y mi padre, flanqueados por mis hermanas y mi cuñado, se encuentran degustando un tardío, pero suculento almuerzo de domingo. Beso la cabeza de mi madre y extiendo y aprieto firmemente la mano de mi padre, nuestras miradas dibujan una amable sonrisa.

Descubro la botella de vino que le había prometido a mi hermana menor, retiro seis copas pequeñas de la vieja vitrina celeste, aquella que sigue albergando tantos enseres y desafiando de manera increíble el tiempo. Destapo el vino con la experticia que me dan los años, sirvo y bebemos. Mientras tanto una de mis hermanas coloca frente a mí, un plato cubierto de arroz, con grandes trozos de carne jugosa y papas amarillas. En la mesa, la ensalada, las yucas sancochadas y el ají esperan su turno.

Me levanto de la mesa, doy un gran sorbo de vino y coloco con firmeza la copa sobre la mesa, me dirijo a la cocina a lavarme las manos, la puerta que da al patio, así lo llaman ahora esta semiabierta,  puedo observar  un cúmulo de cosas transparentes que llaman mi atención, me acerco y descubro  varios costales atiborrados  con botellas recicladas,  en el suelo duro y húmedo, una gran cantidad de botellas esperan  su turno para ser trituradas, reducidas e introducidas en algún  saco de rafia colorida. Este paisaje me produce una gran sonrisa, observo todo y pienso en mi madre, solo ella puede seguir haciendo esto.

Oteando el ahora llamado patio, en antaño llamado corral, puedo reconocer trazos, suciedades en la vieja pared de ladrillos blancos, en una esquina, aquella donde interviene  la pared del fondo de la casa, entrecubiertas por una viejas maderas, unas formas curvilíneas, empolvadas y con sabor a olvido demandan mi total atención, me acerco a ellas, quienes en  formación perfecta, una tras otra descansan en sueño eterno.

Con la mayor delicadeza posible sujeto una de ellas, temo despertarla de su largo sueño, busco algo con qué limpiarla, encuentro un trozo sucio de tela, y siempre de manera delicada, empiezo a retirar el polvo, voy limpiando y frotando, frotando y limpiando y aquella lámpara enciende, si, enciende mis recuerdos, puedo ver y sentir como aquel suelo duro y húmedo se va secando y deshaciendo, dando paso a aquella arena virgen, pura, salvadora, indomable, traviesa, invasora. Todo se vuelve negro, oscuro en torno mío, me puedo ver sentado en la vieja mesa con mis trastes escolares, escribiendo en compañía única de la esbelta lampara. Con esfuerzo logro divisar las frágiles esteras recubiertas de bolsas de papel, o el endeble techo forrado con aquel plástico azul que, en invierno producto de las recurrentes garúas formaban unas alucinantes panzas de agua, las cuáles me divertían vaciar al día siguiente con tanta pericia sobre mi anaranjado balde.

La lampara se apaga y se enciende otra vez, una raída sábana de dos plazas en desuso sirve de portal entre la cocina y el corral. Lampara en mano camino por el inmenso corral, observando y constatando que mi querida Daysi se encuentra bien en compañía de sus pequeños críos, también están siempre despiertos, con los ojos rojizos, huidizos mis temerosos cuyes, Manuel el gallo del corral sigue descansando como siempre sobre una pata. Allí están todos, esperando que los recuerdos los encuentren.

La lampara se apaga una vez más, me quedo quieto en la oscuridad, no hay temor, lentamente muevo la perilla y la mecha infinita emerge blanca y brillante, se enciende, camino descalzo con dirección a la calle, abro la vieja puerta de madera, y allí está él, imponente, inmenso y tierno a pesar de los años. Todavía recuerdo el día que lo sembré, casi lo entierro, el hoyo que cave era más grande que él. Me siento frente a él, conversamos y lloro, y también rio, hacemos silencio, mientras tanto lilly, mi perra fiel de la infancia se acomoda entre ambos.

Una ventisca algo fría hace titilar la llama de la lampara, detengo mi caminar para evitar el centelleo de la luz, del fondo de la oscuridad percibo que alguien me habla, cada vez la siento más cerca, hasta que – ¿Qué haces loco sentado con esa cosa?, te estamos esperando para comer – Es mi hermana menor, sin decir nada, saco el celular de mi casaca y le tomo una foto al desvencijado lamparín, con delicadeza la sujeto y la vuelvo a colocar en el mismo lugar donde la encontré.

Después de una velada de abrazos y buenos deseos, es hora de partir, me llevo sonrisas, un delicioso almuerzo y una lampara que parece estar apagada… pero que sigue encendida a pesar de los años.

RAFAEL VIRHUEZ
Actor de Teatro

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